sábado, 18 de febrero de 2017

INTELIGENCIA ARTIFICIAL EN UN MUNDO DESIGUAL: PARTE I

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La revolución tecnológica viene haciendo anuncios cada vez más espectaculares, con promesas de cambios drásticos para la vida humana en general y para la organización económica en particular. La inteligencia artificial, hasta hace poco parte de la ciencia ficción y el entretenimiento, es una realidad palpable.

La mayoría de la humanidad, sin embargo, no tiene registro de estos avances, o bien los mira asombrada a través de los medios y las redes sociales. En la práctica, solo unas pocas firmas y un puñado de familias tienen acceso al uso de los avances de última generación. Aun así, es de esperar que poco a poco lo que nos parecía inalcanzable empiece a formar parte de nuestras vidas, aunque seguramente de forma diferente de la que predicen los gurúes. Todavía los hogares no adoptaron robots para el mantenimiento de la vivienda, pero las aspiradoras inteligentes están disponibles en el mercado. No vivimos inmersos en un mundo virtual separado de la realidad, pero por unos cientos de dólares es posible adquirir máscaras que nos sumergen por un rato en mundos digitales alternativos. La tecnología, podemos decir, está y estará cada vez más. Es difícil pensar en una reversión de esta tendencia, aun cuando los decisores de política se dejen impresionar por las historias apocalípticas de un pasaje demasiado rápido hacia el futuro.

En esta dinámica que acelera el pulso, los dilemas de la economía parecen seguir tan presentes como siempre. Los avances tecnológicos no son exclusivamente el resultado de shocks exógenos, sino que muchos de ellos están contenidos en decisiones específicas de las firmas, de los individuos y del gobierno. Las empresas ponen en funcionamiento su usina de ideas incentivados por objetivos de rentabilidad. Los trabajadores, en un ámbito de interacción productiva, casi inevitablemente realizan aportes directos e indirectos a la innovación que mejoran su productividad. Los Estados suelen ocuparse de financiar investigación básica de alto riesgo y elevada rentabilidad social, y de establecer las pautas que regulan el equilibrio entre la diseminación de las tecnologías y los estímulos a la generación de nuevos conocimientos. La tecnología parece simplemente suceder gracias a la propia lógica de la organización productiva de las economías capitalistas con intervención gubernamental.

Son raros los casos en que la organización económica predominante rechaza los cambios, y se cuentan a montones las historias de ajuste de la economía a las novedades tecnológicas. No hace falta recorrer la variedad de empleos y labores que la tecnología ha barrido del mapa (al menos en países desarrollados) desde el comienzo de la revolución industrial. El brusco traspaso del empleo a la industria primero y a los servicios después es testigo de esta dinámica. Luego de milenios sin cambios de magnitud, en muy poco tiempo la economía mundial mostró una transformación profunda e inesperada. Del mismo modo, los nuevos desarrollos involucran desafíos mayúsculos.

Incertidumbre fundamental

Las tendencias asociadas a la innovación han sido exageradas en más de una oportunidad. El mismísimo John Maynard Keynes, asistiendo a un proceso de rápida mejora en los estándares de vida en Europa (justo antes de la crisis del ’30), pronosticó que en el nuevo siglo estaríamos trabajando apenas 15 horas semanales. Aun cuando el tipo de esfuerzo requerido es hoy muy diferente al de 100 años atrás (más intelectual que físico), en la actualidad el país desarrollado que menos horas semanales trabaja, que es Alemania (sí, Alemania), ocupa casi el doble de tiempo de lo predicho por Keynes. Más aun, la trayectoria descendente en el sudor de la frente que observaba el inglés se encuentra estancada desde los años 70s.

Aun cuando los avances tecnológicos del pasado podían ser previsibles porque expresaban la mera mecanización de las tareas, las predicciones demasiado sombrías o demasiado optimistas de los impactos de las tecnologías sobre la economía no se han visto confirmadas. Con estos antecedentes, menos aun deberíamos dejarnos llevar por los pronósticos acerca de las tecnologías modernas de alta sofisticación. En parte, la razón es la “incertidumbre fundamental” que las nuevas tecnologías traen aparejadas. En su último libro Homo Deus, Yuval Harari sostiene que las innovaciones que presenciamos son capaces incluso de transformar nuestro modo de pensar y de sentir, lo que vuelve imposible la tarea de ponernos en el lugar de nuestro yo futuro para entender los impactos de la tecnología sobre nuestras vidas.

La tecnología, en todo caso, no parecen afectar aun a los grandes agregados de la economía. Como hecho estilizado básico, y pese a la aceleración cambio técnico, la productividad mundial ha desacelerado claramente desde los años 70s. Luego de un transitorio rebote en la década 1995-2005, en los países desarrollados este indicador ha vuelto a reducirse los últimos diez años, esta vez a valores todavía más reducidos. Al parecer, los efectos de las nuevas tecnologías, o bien no son adecuadamente registrados en las cuentas nacionales, o no han logrado compensar los problemas macroeconómicos que asedian a la economía global en los últimos años.
 
En un horizonte de tiempo algo menor, hay dos consecuencias económicas de la automatización que es posible identificar con algun grado de certeza. Una refiere a los efectos sobre el empleo, y otra sobre la desigualdad, tanto a nivel de distribución funcional como entre países. Normalmente se asocia el cambio técnico con la pérdida de empleos de baja calidad. Los progresos de la mecanización traen a la mente el reemplazo de tareas simples y de baja calificación. La historia de moda es la de los vehículos autoconducidos, que dejarían sin trabajo a millones de taxistas, incluso a los de Uber. Sin embargo, esta dista de ser una ley universal, y en muchos casos la tecnología afecta también a los empleos de elevada calidad. Las protestas de los luditas en la Inglaterra de principios del siglo XIX fue promovida por trabajadores que estaban en lo alto de la pirámide salarial, con entrenamiento específico y alta destreza laboral. Modernamente, los diagnósticos automatizados de salud pueden amenazar la estabilidad y los salarios de médicos calificados. El efecto neto, sin embargo, parece acabar perjudicando a los trabajadores menos educados. En Estados Unidos, por ejemplo, es posible que la tecnología haya tenido que ver con el incremento de la relación entre los ingresos de los educados y los no tan educados de 1,1 en 1975 a 1,7 en 2015.

Esta dinámica del empleo seguramente contribuyó a la segunda cuestión de interés: la creciente desigualdad del ingreso, observada especialmente en los países desarrollados. Estados Unidos es el caso emblemático, con la explosión de beneficios recibidos por el top 1% de la distribución, pero el fenómeno se extiende, aunque más moderadamente, al Reino Unido, a Alemania, y también a Canadá.

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