Normalmente no nos damos cuenta
de la enorme cantidad de información que transmitimos con pocas palabras.
Lamentablemente, esa información no siempre va en el mismo sentido, lo que
provoca a veces malas interpretaciones, confusiones y hasta paranoias. Un
fenómeno particularmente informativo y complejo es la disculpa ante actos
legalmente no punibles, pero perjudiciales para una o más personas.
Para empezar, debe notarse que
pedir perdón puede ser un acto sentido de constricción, o puede ser un acto de hipocresía. Cada vez que veo una película yanqui donde un protagonista dice “ok, I’m sorry”, tengo la misma
sensación: en Estados Unidos las disculpas casi nunca son sinceras, y
simplemente hay un acuerdo tácito en la sociedad según el cual quien se mandó
una cagada puede ser perdonado diciendo tres palabras en voz alta, y no importa
mucho el sentimiento real tras ellas.
En ocasiones, la disculpa toma
el lugar de una mini humillación pública. A mí me suelen provocar mucha vergüenza
ajena las disculpas obligadas que le piden decir a una niña delante de otra (y
del resto de sus amigos/as) que ha sido perjudicada. La degradación ocupa el
lugar de una suerte de “ojo por ojo”: perjuicio inicial (físico o financiero) a
cambio de oprobio público.
Pero en general el costo de la
humillación es menor, porque no siempre nos obligan a disculparnos ante gente
que considera este acto como algo degradante (como en el colegio). Es por eso
que la mayoría de quienes reciben disculpas nunca se sienten plenamente
compensados. Suelen quejarse de que el que se disculpó no lo dijo “de corazón”, o que no
lo repitió suficientes veces, o que no lo señaló ante quienes debía. Y por
supuesto, cuanto mayor la macana, mayores serán los requerimientos para crear una
disculpa lo más costosa posible.
Es que en la práctica al
“arrepentido” se le escucha diciendo “reconozco que lo que hice está mal”, pero
nadie puede evitar pensar qué él también está pensando “pero soy consciente de que
puedo arreglarlo con unas pocas palabras con costos casi nulos”. Lo que
realmente se desea es que los retractados sientan remordimiento, o humillación,
o culpa. Necesitamos que la persona que damnificó a terceros sufra un poco. Pero como ya no somos
cavernícolas y la sociedad nos obliga a aceptar puras palabras como disculpas,
es normal que a los dañados les quede gusto a poco.
Pero ¿hay formas de expresar
disculpas de modo que el receptor pueda sentirse mejor sin experimentar esa
sensación de necesidad de venganza? Eliezer Yudkowsky, un tipo muy inteligente
del que ya hablamos, propuso en tuiter estas tres:
1. “Perdoname, por favor decime
cuánto daño te hice y qué tan mal te hice sentir”.
2. “Disculpame, trataré de no
hacer mayores daños de los que ya hice mientras trato de corregir la situación”.
3. “Perdoname, te lastimé de un
manera que sé que no puedo deshacer, y esto me crea una deuda que reconozco y
mantengo”.
Mientras el lector elige su
propia aventura disculpadora, le recuerdo el inconveniente crucial imposible de
sortear en este dilema, que es la entropía. El tiempo no puede volverse atrás y
lo hecho, hecho está. Salvo pocas excepciones, ninguna disculpa, por
definición, corrige el pasado. Aceptar conscientemente las leyes de la física
quizás nos ayude a entender la imposibilidad de conseguir compensaciones
suficientes viviendo en una sociedad civilizada.
Porque disculpen ustedes pero las
palabras, finalmente, siguen siendo palabras…