sábado, 12 de mayo de 2018

INVECTIVA CONTRA EL BOCINAZO

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La bocina es uno de esos artefactos que perduran pese a la evolución humana. Lo que el apéndice es para el funcionamiento del cuerpo humano, es la bocina para el funcionamiento del tránsito: no sirve para nada bueno, y solo trae problemas.

Un poco de historia

En una época, el ser humano no se diferenciaba demasiado de las bestias, de esas especies irracionales y absurdas que prosperan poblacionalmente en base a la tozudez y el deterioro de otras especies o del medioambiente. Aquella brutalidad humana requería, para funcionar mejor, de la bocina. Era la mejor forma que encontraron los humanos estudiosos (en aquella época, también bárbaros de baja estofa) para organizar el tránsito y sus inconveniencias.

En esos años, se creía firmemente en la teoría psicológica  de que la solución a algunos problemas era el castigo, específicamente el auditivo. Si un carro o un transeúnte cometía un error o improperio, se le dosificaba una buena cuota de ruido, con tres objetivos principales. El primero era hacerle saber de su error e incentivarlo a no cometerlo de nuevo. El segundo era promover la penalidad represiva que compensara con dolor el mal inflingido. El tercero era señalizar a la sociedad que los usuarios del tránsito no nos quedaríamos pasivos ante quien acomete contra una norma o exhibe una distracción: una inflexibilidad semejante le esperaba a todo aquel que hiciera lo mismo.

Hegemonía teórica y política

Con el paso del tiempo, los propósitos enmendadores del bocinazo fueron puestos en duda por gente muy extraña que empezó a considerar en sus teorías que la sociabilidad era una virtud para la convivencia de la especie. Estos académicos sostenían que, si bien el ruido molestaba al conductor en falta, también fastidiaba a todo aquel que estuviera en un radio cercano al incidente.

Estas externalidades negativas pusieron en duda la utilidad del tormento auditivo, pero el nuevo paradigma teórico no solo no logró derrotar a la hegemonía bocinesca, sino que sufrió un decisivo revés al verificarse que las empresas productoras de rodados dotaban a los mismos de bocinas cada vez más sonoras, incluso con melodías mortificantes.

Las políticas tampoco tomaron en cuenta los nuevos hallazgos teóricos, respondiendo siempre al vetusto paradigma de sonoridad máxima y castigo punitivo. Solo recientemente se promulgó una ley que prohibía el uso de la bocina, pero su enforcement era muy poco factible. En la práctica, nunca jamás se ofició una multa por su uso indebido.

Situación actual y posibles soluciones

En el presente, pese al florecimiento humano en casi todos los otros frentes de la vida, la bocina sigue siendo un instrumento medieval de tortura perfectamente reconocido por todos, pero cuyos efectos carecen de toda perspectiva de solución práctica aun para las mentes mejor preparadas del mundo. Desde este humilde blog, por lo tanto, proponemos algunas ideas luego de larguísimas reflexiones y el desarrollo de complejísimos modelos topológico-deductivos. 

Prohibir que los autos cuenten con bocina. Un poco extremo, pero bastante natural. Los autos no cuentan con bombas de hidrógeno ni con armas químicas, que podrían ser muy útiles para casos de emergencia. No tener bocina tendría costos eventuales similares, pero muchos beneficios sistemáticos a cambio.

Bajar el volumen de la bocina. Si solo se necesita llamar la atención, una bocina menos aguda podría proveer los mismos servicios que la actual, que se asemeja más bien a la de un tren o un barco.

Tener dos bocinas, una fuerte y una débil. Si el argumento es que hay situaciones límite donde se necesita ser contundente (por ejemplo, la inminente caída de un meteorito en la ruta), dejemos la bocina, pero tengamos dos, para usar la débil en casos de no urgencia, que son el 99,99999999% de los casos.

Addenda: bocina y racionalidad

Hemos dicho que la bocina podía constituir la señalización del castigo privado a otros privados que infringen una norma determinada. Pero trabajos empíricos posteriores lograron establecer una fortísima correlación entre quienes tocan bocina y la cantidad de sesgos cognitivos que afligen a estas personas. En particular, se ha detectado que quienes tocan bocina suelen ser los agentes con menor racionalidad en el mundo. Un ejemplo demuestra este resultado.

Es viernes a las 6 de la tarde. Todo el mundo sale de su trabajo, termina la semana, se viene el finde y los que tienen auto salen ansiosos. El tránsito es un caos y todos están nerviosos y cansados. Aquí es donde surge espontáneamente el bobo-economicus con sus bocinazos, convencido de que una buena dosis de tu tu tu hará desaparecer mágicamente el problema del tráfico y lo llevará cómoda y velozmente a casita.

La irracionalidad, por supuesto, pide un nudge, ese pequeño empujoncito para estimular al no racional a tomar mejores decisiones. Pincharle las cuatro gomas al bocinador serial es un excelente ejemplo de nudge. Pisarle el auto con un elefante, sería otro muy efectivo. Prohibirle el voto, mientras tanto, sería ideal porque nos ahorraríamos las externalidades negativas de sus pésimas decisiones en otros ámbitos.


Quizás algún día la canción de Pipo Pescador sea el único recuerdo que nos quede de ese pasado cavernícola basado en el paradigma de las bocinas. Mientras tanto, seguiremos luchando por una sociedad un poquito, solo un poquito, menos estúpida.

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