La inflación alta y volátil afecta negativamente
la inversión, especialmente la de plazos más largos. Esto es porque los cambios
continuos en los precios relativos hacen que la actividad resulte demasiado
riesgosa. ¿Pero qué ocurre con los determinantes de la inversión en contextos
más estables?
En un artículo publicado en un blog el
economista Paul Davidson, editor del Journal of Post Keynesian Economics,
describe su particular intercambio con el administrador de un restaurante.
Ambos cenaban en un negocio semivacío, cuando Davidson preguntó si una reducción
de impuestos o una menor regulación estatal de su negocio lo incentivarían a
tomar más empleados (cocineros, mozos, lavacopas). La respuesta nada sorpresiva
del dueño fue que lo único que lo impulsaría a aumentar el empleo es ver más
gente sentada en sus mesas: no invertirá ni empleará a nadie más hasta tanto no
vea su negocio lleno de gente.
¿Qué dice el modelo neoclásico sobre los
determinantes de la inversión? En él las empresas racionales se fijan en la
rentabilidad, no en la actividad económica. Esto es porque lo que dirige los
incentivos en ese modelo son los precios (la ganancia), en lugar de las cantidades
(la actividad). Pero esta es una psicología extraña. Cuando se le preguntó, el
administrador del restaurante no asoció menores impuestos o costos de
regulación con la decisión de ampliar su negocio. Estas medidas podrían convencerlo
de no abandonar el restaurante por un tiempo si le va mal, pero la necesidad de
ampliar algo surge cuando ya no alcanza con lo que hay. La inversión, ampliar
la capacidad productiva, ocurrirá solo con almuerzos y cenas llenos de
clientes. Mientras que una baja impositiva no le presenta al empresario ningún
dilema nuevo (solo el placer de ganar más dinero), un restaurante repleto le
da una señal clara: no hay espacio suficiente para gente que quiere gastar en
mi local.
Como era de esperar, la
evidencia empírica que relaciona la rentabilidad (neta del efecto de la
demanda) con la inversión es escasa. La
cuestión parece haber sido saldada en el trabajo de Chirinko (1993). De hecho,
los surveys de Sharpe y Suarez (2014) y de Caballero (1999) refieren a
ese autor como dueño de la evidencia definitiva. Esto obligó a varios
economistas a buscar explicaciones cualitativas: el clima de negocios, la confianza,
el mantenimiento de las reglas de juego, el cumplimiento de los contratos y el
respeto a los derechos de propiedad. Estas son todas variables difíciles de
medir. Y podría decirse que algunas de
ellas son “la medida de nuestra ignorancia”, y reflejan simplemente la incertidumbre
que impera ante toda decisión económica.
La Economía del Comportamiento ha
documentado algunas vicisitudes y complejidades que rodean a las decisiones de
inversión. Los agentes deben simplificar el contexto y usar reglas simples,
¿pero cómo lo hacen? Un atajo posible es tratar de definir primero una variable
saliente, un aspecto del negocio que sea relevante para la decisión. Por
ejemplo, si el costo de financiamiento para una inversión es inusualmente bajo
(quizás por un subsidio que lo abarate mucho), se encarará el negocio. O si se
espera para el futuro un alto precio de las propiedades, esto puede concretar
una inversión inmobiliaria. En el primer caso, la variable saliente es una tasa
de interés conveniente (baja), mientras que en el segundo es el alto precio
esperado del inmueble.
Pero estas variables dependen de cada
negocio en particular. ¿Cuál es la variable macroeconómica saliente por excelencia?
La más utilizada es simplemente la tendencia reciente de la demanda. Una
demanda que “viene bien” augura buenas ventas futuras, de modo que el ambiente
será propicio para invertir. Por supuesto, la predicción podría cambiar si
tenemos la sospecha de que se producirá un cambio importante en otra variable
relevante. Por ejemplo, en un negocio agropecuario la predicción sobre la
próxima cosecha podría asociarse con la del año anterior, pero una sequía o una
inundación cambiaría nuestra estimación.
Si bien este tipo de heurística parecen
perfectamente naturales, el modelo neoclásico las considera subóptimas, es
decir, no racionales. Pero esto es un error, ya que las reglas simples tienen
muchas ventajas. Su aplicación es directa, no es necesario gastar demasiados
recursos ni acudir a lógicas abstrusas para tomar la decisión. Si fallamos,
sabremos por qué y podremos corregirlo. Otra es que, si la regla es suficientemente
simple a la vista de todos y es utilizada por muchos inversores, un fracaso
personal se vive como un fracaso general y no como un error propio, lo que
sería más duro de sobrellevar. Las reglas simples reducen los costos
psicológicos de los errores.
Pero las reglas simples no siempre ayudan
al buen funcionamiento macroeconómico, ya que pueden crear dinámicas
inestables. Alta demanda esperada potenciará la inversión y el crecimiento,
pero un shock negativo operará en sentido contrario. Dos economistas “behavioral”,
Loewenstein y Prelec (1992) explicaron esta dinámica inestable por un sesgo de
conducta. En su modelo, durante la parte positiva del ciclo los inversores
deciden entre dos opciones positivas: tomar ganancias ahora o lograr mayores
ganancias futuras. Como la impaciencia es menor para las ganancias que para las
pérdidas, la decisión más probable será invertir. En cambio, en la parte
negativa o baja del ciclo, la elección es entre dos potenciales pérdidas:
perder ahora por no invertir o bien invertir con el riesgo de perder en el
futuro. En esta elección la impaciencia es mayor, por lo que la reacción más
probable será la de “asegurar” las pérdidas actuales y no invertir.
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