sábado, 26 de mayo de 2018

UN DONANTE DEL SUR




Soy un admirador de los podcasts de Sam Harris. La mayoría consisten en entrevistas a personalidades muy relevantes de la ciencia y alrededores. Pero cada vez que empieza cada uno de esos reportajes, me tengo que comer la queja y posterior reclamo de Harris acerca de su financiamiento. El tipo te melonea con que estás escuchando gratarola un montón de material que en otras circunstancias deberías garpar, que él vive de esto solo, etc. Acto seguido, Sam te invita a donar algo, lo que sea, a su proyecto, para que él pueda seguir haciendo lo que hace.

Si esto terminara acá, yo no estaría sufriendo mayores inconvenientes. Escucharía la diatriba llorosa, y luego me haría el gil para seguir disfrutando de los podcasts sin poner un sope. Y todos contentos, o mejor dicho, yo contento y Harris a las puteadas. Pero últimamente Harris se puso duro y sucio (eso, Harris el sucio), y el ortibe lo llevó a encanutar algunos audios y videos muy interesantes solo para "socios". Me puso contra la pared y no tuve otra opción que considerar mi donación.

A continuación se nos plantea el problema de la tarifación. Así aparece la página por default.


Primera duda. ¿Es mucho 7 dólares por mes? Son 150 mangos, pero todos los malditos meses. Me dirijo a Custom Amount pero me asalta la duda. ¿Cuánto es el mínimo a pagar, 2 dólares, 50 centavos? Pruebo y solo se puede empezar con un dólar. Lo que me convertiría en el suscriptor más rata del sitio... hmmmm.

Tengo que buscar algún criterio razonable. Vivo en un país choto pero no soy indigente. Y Harris lo sabe. Entonces me pregunto cuál es el equivalente en términos de desutilidad entre el aporte del americano promedio y el mío.

En algún episodio de podcast me pareció escuchar al propio Harris decir que lo más común es que los yanquis aporten 20 dólares al mes. Voy a asumir que, por el nivel educativo asociado a mis intereses, tanto los yanquis que aportan como yo estamos en el decil más rico. El ingreso medio del decil 10 es en Argentina de algo menos de 2000 dólares, mientras que el de un garca del norte es de casi 20.000, diez veces más. Eso solo ya me autorizaría a pagar 2 dólares al mes, pero hay más.

La comparación no parece del todo justa. Después de pagar sus 20 dólares, al señor americano le quedan 19.980 dólares limpitos para disfrutar, mientra que a un gil como yo, luego de patinar los 2 dólares me quedarían 1.998 dólares para los lujos. Para que el yanqui se sienta tan preocupado como yo luego de aportar a la causa de Harris, debería sentir lo mismo: aportar tanto como para que en el mes le queden, como a mí, 1.998 dólares. O sea que el tipo debería estar pagándole a Harris por mes 20.000 - x = 1.998 por mes para sentir lo que yo siento. Eso da la friolera de x = 18.002 dólares, pero en la práctica, este hijo de puta pone 20 dólares, o sea algo más del 0,1% de lo que debería poner para estar en equivalencia preocupacional conmigo. Si yo hiciera lo mismo y pusiera el 0,1% de los 20 dólares que supuestamente "debería poner", eso daría 0,02 dólares, un valor que Harris no acepta ni de lejos en su sitio, y que revela su colonialismo discriminatorio para con los sudacas.

La medida "con cuánto me quedo" es fundamental para entender la problemática de las ayudas y las donaciones a los que menos tienen. Hasta que un rico no ponga tanto como un clase media baja en términos de la medida que proponemos acá, no estará haciendo mayor esfuerzo y no merece mayor reconocimiento. Pero bué, mejor me voy a leer a Harris.








domingo, 20 de mayo de 2018

BARRO (Y NO TAL VEZ)



Hoy publiqué una nota en La Nación sobre los Sludges, las tretas que usan algunas empresas para embarrar la cancha y "obligarnos" a comprar lo que no queremos. 

La nota habla en tercera persona, pero la historia contada en los primeros párrafos habla de mí, y de un hecho real. Un día Sebas Campanario me manda un mail para ofrecerme hacer una nota sobre el tema. Cuando estoy leyéndolo, me llega una llamada. Es un telemarketer, que me indica que "mi tarjeta de compra me será enviada a la brevedad".

La llamada me transporta casi 10 años atrás en el tiempo. En aquella época adquirí una tarjeta de un supermercado. No diré el nombre, pero imagine un 747 y algo le sonará. Tras ser víctima de maniobras financieras poco claras, decidí darla de baja poco después. Fueron muchos llamados, faxes (lo que da una buena idea del tiempo que pasó) y semanas de esperas de "confirmación". Luego de varios meses, dejé de recibir los llamados. 

Pero la empresa no se había rendido. Solo tomaba impulso para tirar más barro. Algunos años después volvió a la carga con llamados intensos a mi celular para encajarme la tarjeta de nuevo, como si nada hubiera pasado. Para entonces yo, confiado, había tirado a la basura la documentación que probaba la baja, así que volvía a ser rehén de estos indeseables. 

Cuando hace pocas semanas volví a tener la experiencia, dejé de enojarme. Les dije con total tranquilidad que leyeran la columna que saldría pronto contando mi caso en uno de los diarios más importantes del país. No recibí más llamados, pero no albergo ninguna esperanza. Es que el barro, tal vez, sobra. 

sábado, 12 de mayo de 2018

INVECTIVA CONTRA EL BOCINAZO

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La bocina es uno de esos artefactos que perduran pese a la evolución humana. Lo que el apéndice es para el funcionamiento del cuerpo humano, es la bocina para el funcionamiento del tránsito: no sirve para nada bueno, y solo trae problemas.

Un poco de historia

En una época, el ser humano no se diferenciaba demasiado de las bestias, de esas especies irracionales y absurdas que prosperan poblacionalmente en base a la tozudez y el deterioro de otras especies o del medioambiente. Aquella brutalidad humana requería, para funcionar mejor, de la bocina. Era la mejor forma que encontraron los humanos estudiosos (en aquella época, también bárbaros de baja estofa) para organizar el tránsito y sus inconveniencias.

En esos años, se creía firmemente en la teoría psicológica  de que la solución a algunos problemas era el castigo, específicamente el auditivo. Si un carro o un transeúnte cometía un error o improperio, se le dosificaba una buena cuota de ruido, con tres objetivos principales. El primero era hacerle saber de su error e incentivarlo a no cometerlo de nuevo. El segundo era promover la penalidad represiva que compensara con dolor el mal inflingido. El tercero era señalizar a la sociedad que los usuarios del tránsito no nos quedaríamos pasivos ante quien acomete contra una norma o exhibe una distracción: una inflexibilidad semejante le esperaba a todo aquel que hiciera lo mismo.

Hegemonía teórica y política

Con el paso del tiempo, los propósitos enmendadores del bocinazo fueron puestos en duda por gente muy extraña que empezó a considerar en sus teorías que la sociabilidad era una virtud para la convivencia de la especie. Estos académicos sostenían que, si bien el ruido molestaba al conductor en falta, también fastidiaba a todo aquel que estuviera en un radio cercano al incidente.

Estas externalidades negativas pusieron en duda la utilidad del tormento auditivo, pero el nuevo paradigma teórico no solo no logró derrotar a la hegemonía bocinesca, sino que sufrió un decisivo revés al verificarse que las empresas productoras de rodados dotaban a los mismos de bocinas cada vez más sonoras, incluso con melodías mortificantes.

Las políticas tampoco tomaron en cuenta los nuevos hallazgos teóricos, respondiendo siempre al vetusto paradigma de sonoridad máxima y castigo punitivo. Solo recientemente se promulgó una ley que prohibía el uso de la bocina, pero su enforcement era muy poco factible. En la práctica, nunca jamás se ofició una multa por su uso indebido.

Situación actual y posibles soluciones

En el presente, pese al florecimiento humano en casi todos los otros frentes de la vida, la bocina sigue siendo un instrumento medieval de tortura perfectamente reconocido por todos, pero cuyos efectos carecen de toda perspectiva de solución práctica aun para las mentes mejor preparadas del mundo. Desde este humilde blog, por lo tanto, proponemos algunas ideas luego de larguísimas reflexiones y el desarrollo de complejísimos modelos topológico-deductivos. 

Prohibir que los autos cuenten con bocina. Un poco extremo, pero bastante natural. Los autos no cuentan con bombas de hidrógeno ni con armas químicas, que podrían ser muy útiles para casos de emergencia. No tener bocina tendría costos eventuales similares, pero muchos beneficios sistemáticos a cambio.

Bajar el volumen de la bocina. Si solo se necesita llamar la atención, una bocina menos aguda podría proveer los mismos servicios que la actual, que se asemeja más bien a la de un tren o un barco.

Tener dos bocinas, una fuerte y una débil. Si el argumento es que hay situaciones límite donde se necesita ser contundente (por ejemplo, la inminente caída de un meteorito en la ruta), dejemos la bocina, pero tengamos dos, para usar la débil en casos de no urgencia, que son el 99,99999999% de los casos.

Addenda: bocina y racionalidad

Hemos dicho que la bocina podía constituir la señalización del castigo privado a otros privados que infringen una norma determinada. Pero trabajos empíricos posteriores lograron establecer una fortísima correlación entre quienes tocan bocina y la cantidad de sesgos cognitivos que afligen a estas personas. En particular, se ha detectado que quienes tocan bocina suelen ser los agentes con menor racionalidad en el mundo. Un ejemplo demuestra este resultado.

Es viernes a las 6 de la tarde. Todo el mundo sale de su trabajo, termina la semana, se viene el finde y los que tienen auto salen ansiosos. El tránsito es un caos y todos están nerviosos y cansados. Aquí es donde surge espontáneamente el bobo-economicus con sus bocinazos, convencido de que una buena dosis de tu tu tu hará desaparecer mágicamente el problema del tráfico y lo llevará cómoda y velozmente a casita.

La irracionalidad, por supuesto, pide un nudge, ese pequeño empujoncito para estimular al no racional a tomar mejores decisiones. Pincharle las cuatro gomas al bocinador serial es un excelente ejemplo de nudge. Pisarle el auto con un elefante, sería otro muy efectivo. Prohibirle el voto, mientras tanto, sería ideal porque nos ahorraríamos las externalidades negativas de sus pésimas decisiones en otros ámbitos.


Quizás algún día la canción de Pipo Pescador sea el único recuerdo que nos quede de ese pasado cavernícola basado en el paradigma de las bocinas. Mientras tanto, seguiremos luchando por una sociedad un poquito, solo un poquito, menos estúpida.

domingo, 6 de mayo de 2018

TEORIA DEL HELADO (levemente especulativo)

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Nosotros, los objetivistas, estamos cansados de escuchar que todo depende "del cristal con que se mire". A esta gente les contestamos que eso ya lo sabemos y que no estamos interesados en la heterogeneidad, sino en las regularidades. Que somos todos distintos lo dice cualquiera, lo difícil es encontrar en qué nos parecemos. En otras palabras, a nosotros nos interesa la búsqueda de la objetividad.

Y aquí estamos para traer al lector la Teoría Objetiva del Helado (TOH), cuyo propósito es determinar, a través de la aplicación de la lógica absoluta y los mejores estudios empíricos, la naturaleza de los fenómenos más importantes relacionados con el gigante frío. 

Gustos promedios

Empecemos por los datos duros. El gusto universal de helado más votado es la crema vainilla, con el 30% del total. Puse un solo link, pero hay muchos y todos dicen más o menos lo mismo. El chocolate suma menos del 10% aunque, por supuesto, eso que llamamos chocolate tiene una enorme proporción de lácteos que, como todos sabemos, es la base de las cremas. Lo que más se parece al chocolate, que es el amargo, goza de muchísima menos aceptación, y en cambio está lleno de gente que come "chocolate" con variantes que nada tienen que ver con él, como el gusto óreo, el granizado o el chocolate blanco.

En Argentina, por supuesto, se cola el dulce de leche, pero es solo aquí. Capaz en Brasil les gusta el helado de choclo y a nosotros nos parece horroroso. No se puede concluir mucho. 

El gusto humano promedio es claro, nos gusta la crema con un cachito de gusto a distintas cosas. El resto son absurdos ilusorios de las teorías subjetivistas sin sustento alguno. ¡Viva la objetividad, carajo!

Segundo momento

Una teoría basada en la media es, desde luego, incompleta. No importan solo los promedios sino también los desvíos. Hay gustos de helado que serán muy ricos para algunos, pero resultan intolerables para otros. Seguro que hay agentes que se desviven por el helado de ajo o de pescado, pero el resto se suicidaría antes de probarlos. En cambio, hay sabores que resultan más o menos igual de ricos para todos, que no son espectaculares pero tampoco ofenden el gusto.

El mismo análisis del apartado anterior nos da un indicio. Como vimos, a la mayoría de la gente le gusta más el chocolate "suavizado" que el amargo duro. Los gustos extremos, naturalmente, tienen más varianza, y esta es una propiedad negativa a considerar.

Una aplicación: teoría de reuniones

La teoría de reuniones se ocupa de determinar, entre otras variables, qué cocinar para un grupo de gente, qué llevar en caso de ser invitado, etc. Por ejemplo, si somos invitados y nos dicen que compremos "bebidas", debemos inferir cuál es el mix óptimo entre alcohol y no alcohol, gaseosas y no gaseosas, común versus bajas calorías, etc. La teoría de reuniones contribuye a resolver estas durísimas elecciones.

Supongamos que somos los encargados de llevar el helado. El modelo canónico parte de la simplificación (admitidamente poco realista) de que solo podemos comprar un único gusto. La solución es inmediata: debemos maximizar el gusto promedio y minimizar la varianza. Entre la crema y el chocolate, la respuesta es inmediata: la crema no solo es más votada sino que tiene menor varianza. Fácil. Entre crema y dulce de leche la elección es más compleja, porque tenemos más promedio en DDL, pero también más varianza, y por lo tanto será necesario medir el grado de aversión al riesgo de la reunión y sus integrantes.

Extender el modelo a N gustos requiere un simple algoritmo de resolución de un problema de programación no lineal dinámico que no perderemos tiempo en desarrollar aquí.

Conclusión

Todo es objetivo. El helado también.