martes, 26 de julio de 2016

INFORME DE DÍA, INFORME DE NOCHE

Un conocido que debió compartir con jóvenes militantes un operativo de control de precios durante la gestión anterior, me hizo llegar su particular versión de su aventura. El resultado: una historia desopilante sobre el operativo, el barrio de Caballito y sus supermercados. Pasen y lean.




Justo cuando la tarde empezaba a volverse desapacible, llegué a mi puesto de trabajo, que no era un puesto, ni tampoco un trabajo. Pero llegué, digamos, al supermercado de Caballito en tiempo y forma, un cuartito de hora antes de las 16 hs, hora clave de nuestro operativo comando.

Llamo a mi compañera supervisora por celular, una tal Paula, que con voz preocupada me indica que uno de los encuestadores no llegaba ni atendía sus insistentes llamados. Se cumplía otra vez la ley del celular, que jamás sirve en emergencias, pero funciona expedito para avisar que “estamos abajo”, en la puerta de un departamento. Arreglo encontrarnos en el bar de la esquina, Irupé, un café que al igual que el penoso Medina Bella de la otra esquina, se niega de plano al progreso del barrio sin ofrecer nada a cambio: el cortado te lo cobran como oro.

A las 16 hs en punto, sin novedad alguna de Paula y sus lupas, decido retirarme de ese repugnante espacio. El mozo/dueño/cobrador (había uno solo para todas las tareas), ya no es ese servidor campechano de barrio, dispuesto a charlar con los clientes, saludar a las señoras y fiarte algún consumo. Se trataba más bien de un viejo malhumorado, frustrado, rebalsando en su actitud años y años de fracasos y desengaños. Ese bar reunía, podemos decir, lo peor de la Argentina vieja y lo peor de la nueva.

Listo para encontrarme con Paula y sus mirones, me paro en la esquina de Neuquén y Acoyte. Seguro, entre las más deterioradas de Caballito. Cada negocio que se ve desde allí empeora al anterior, y así hasta llegar al súper. En el medio de ese camino, la zona corona su vejez y  tosquedad con una vetusta mercería, un tipo de negocio que seguramente los jóvenes no saben qué vende.

Mientras esperaba, una señorita de unos 30 y pico, con algún gramo de más, se para en los alrededores de la esquina. Algún auto ensaya un leve toque de bocina pero no, no es lo que él esperaba. No sé bien qué hacer. ¿Será Paula? ¿Dónde están los miradores? Me la juego y le pregunto, pero rauda contesta que no y se va rapidito, como asustada. Nunca pensé que alguien me pudiera tener miedo.

A las 16,15 insisto con Paula. No contesta el celular. La pucha, sabe que llega tarde y no me avisa, y ahora no atiende. Otra vez la ley del celular. ¿Con estos pibes vamos a hacer la revolución?, me pregunto. Si llegamos tarde a la revolución, ¿qué pasa? Ahora camino hacia el súper, pero tampoco están. Vuelvo a mi esquina, ya la colonicé. Soy el guapo y nadie me la disputa. A las 16,30 llamo de nuevo y esta vez contesta. Dice que están esperando al tercer cuidador de precios. Que ya salen y pasan por la esquina.

La siguiente media hora de espera se empezó a poner fría, pero igual me resistí a entrar de nuevo en esa pocilga y tener que tragarme otro café, por llamarlo de alguna manera. Se sucede el paso de gente de todo tipo, pocos de ellos con pinta de haber participado de los cortes de Acoyte y Rivadavia contra el gobierno de Cris. Pasan muchas viejas tirando a pobretonas, grupetes de pibes chorros, un ciego al que nadie ayuda, algún traba. Pero la señora bien no pasa por ahí. Se ve que Acoyte no es Caballito, y José María Moreno sí. Todo termina en Rivadavia y yo no soy del barrio. Con todo lo que luché.

A las 17 hs no sé si llamar a Paula, a Kicillof, o al Hombre Araña. Decido no mandarla al frente y le doy unos minutos más. Teorizo que debo hacer algún movimiento para que el destino la haga llegar. Por Ley de Murphy, me digo, en cuanto me mueva aparece. Y efectivamente: empiezo a cruzar hacia un kiosko para comprar algo, e inmediatamente suena el celular. Es Paula, que no pasó por la esquina pero está en la puerta del supermercado.

El equipo de profesionales que la acompañaban a Paula eran dos. O sea que pese a la espera, el tercero no apareció, y su reemplazo tampoco. Uno de los mili-controladores era un niño de 16 años con el peinado de Lamela. El otro era un tartamudo sin señas particulares. Los dos llevaban la pechera bajo sus respectivas camperas, lo que las tornaba un poco ineficaces. Con esta armada Brancaleone decidimos entrar al supermercado.

Si bien ese supermercado es deslucido por fuera, es inmundo por dentro. Una luz tenue y amarillenta recorre el local, y se va apagando a medida que nos situamos en los confines gondolares, allí donde descansan los restos de las harinas, de los arroces y de las polentas. Las repisas están mugrientas, los productos ni siquiera sacados de sus cajas originales, y está lleno de productos con marca propia, cuyas características distintivas son tener un diseño austero, un color mórbido y un envase grotesco, a un precio que refleja cabalmente estas propiedades. Por suerte, hay solo tres pasillos, lo que da cierta sensación de alivio si uno quiere encontrar rápido la salida en caso de sentir la comprensible necesidad de salir a oxigenarse.

La ratonera, como era de esperar, no tenía absolutamente nada. Pese a la buena onda, el joven y el tartamudo (a quien no le quise preguntar nada a riesgo de no terminar el trabajo en el día), no encontraron casi ningún producto del formulario, aun los más comunes, y tampoco los reemplazos. No es que había góndolas vacías, sino que esto no era un supermercado. Es más, estoy convencido de que no era un local habilitado para operar.

En el ínterim, nos cruzamos con un par de curiosos que preguntaron con buena onda qué hacíamos. La más osada fue una señora, que paró al muchachito de 16 años y le espetó: “por qué no muestran la pechera si son de la Cámpora? Yo no oculto lo que soy.” Sin saber qué es lo que no oculta la señora, ensayo un “hace frío” como para que siga su camino y evitar así una respuesta descontrolada del pibe, pero la dama estaba dispuesta a hacer valer su posición. El pibe dice que si se quisiera esconder no estaría ahí. Bien, pensé. Ojalá esto termine acá y quedamos fenómeno. Pero no. Enseguida la señorona le preguntó al nene si tenía la preparación para mirar precios, qué estudios tenía y todo eso. Interesante reflexión: ¿dónde te enseñan a mirar precios? Reproduzco el diálogo que siguió:

- Estoy en quinto año del secundario.
- Con 16 años?
- Sí, en la provincia es distinto, nos recibimos antes.
- ¿Y te preparan en la escuela para hacer esto?
- Claro, tengo una materia que se llama “Política”.
- ¿Política de qué?
- Política.. - duda – se llama así.
- Ah, y decime ¿qué es la política? – provoca la señora.
- La política es acción – Respuesta militante. Me sorprende la decisión del pibe.
- Bueno, no…- la respuesta tan tajante la descoloca.
- Política viene de los griegos, no es solo el Gobierno – tira la vieja, dejando en claro que su problema no es la preparación técnica del nene, sino su odio medular a Cris.
- Sí, de “polis” – manda el borrego. Goleada histórica. Después de todo quizás sí podemos hacer la revolución con estos pibes…

Después del mini-incidente, el pibe sigue con su trabajo. Lo ayudo un poco pero se da maña. Se apura, pero como igual no hay nada, no se equivoca. El tarta parece ir bien, pero no le pregunto. La chica, que tuvo que hacer lo de ella y lo del que faltó, la tiene clara y todo se encamina rápidamente. Pese a la tardanza, a las 18,15 estamos listos. Reviso un poco los formularios y solo faltaba la harina, que tampoco estaba. Tachamos y afuera.


Salimos del súper y era de noche. Me despido de mis compañeros. Me reconforta un poco saber que nunca voy a tener comprar en esa catacumba, donde compran unos viejos que dicen vivir en Caballito, pero que en realidad no, no son de ese barrio.


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