Justo cuando la tarde empezaba a volverse desapacible, llegué a mi puesto
de trabajo, que no era un puesto, ni tampoco un trabajo. Pero llegué, digamos,
al supermercado de Caballito en tiempo y forma, un cuartito de hora antes
de las 16 hs, hora clave de nuestro operativo comando.
Llamo a mi compañera supervisora por celular, una tal Paula, que con voz
preocupada me indica que uno de los encuestadores no llegaba ni atendía sus
insistentes llamados. Se cumplía otra vez la ley del celular, que jamás sirve
en emergencias, pero funciona expedito para avisar que “estamos abajo”, en la
puerta de un departamento. Arreglo encontrarnos en el bar de la esquina, Irupé,
un café que al igual que el penoso Medina Bella de la otra esquina, se niega de
plano al progreso del barrio sin ofrecer nada a cambio: el cortado te lo cobran
como oro.
A las 16 hs en punto, sin novedad alguna de Paula y sus lupas, decido
retirarme de ese repugnante espacio. El mozo/dueño/cobrador (había uno solo
para todas las tareas), ya no es ese servidor campechano de barrio, dispuesto a
charlar con los clientes, saludar a las señoras y fiarte algún consumo. Se
trataba más bien de un viejo malhumorado, frustrado, rebalsando en su actitud
años y años de fracasos y desengaños. Ese bar reunía, podemos decir, lo peor de
la Argentina vieja y lo peor de la nueva.
Listo para encontrarme con Paula y sus mirones, me paro en la esquina de
Neuquén y Acoyte. Seguro, entre las más deterioradas de Caballito. Cada negocio
que se ve desde allí empeora al anterior, y así hasta llegar al súper. En el
medio de ese camino, la zona corona su vejez y
tosquedad con una vetusta mercería, un tipo de negocio que seguramente
los jóvenes no saben qué vende.
Mientras esperaba, una señorita de unos 30 y pico, con algún gramo de más,
se para en los alrededores de la esquina. Algún auto ensaya un leve toque de
bocina pero no, no es lo que él esperaba. No sé bien qué hacer. ¿Será Paula? ¿Dónde
están los miradores? Me la juego y le pregunto, pero rauda contesta que no y se
va rapidito, como asustada. Nunca pensé que alguien me pudiera tener miedo.
A las 16,15 insisto con Paula. No contesta el celular. La pucha, sabe que
llega tarde y no me avisa, y ahora no atiende. Otra vez la ley del celular. ¿Con
estos pibes vamos a hacer la revolución?, me pregunto. Si llegamos tarde a la
revolución, ¿qué pasa? Ahora camino hacia el súper, pero tampoco están. Vuelvo
a mi esquina, ya la colonicé. Soy el guapo y nadie me la disputa. A las 16,30
llamo de nuevo y esta vez contesta. Dice que están esperando al tercer cuidador
de precios. Que ya salen y pasan por la esquina.
La siguiente media hora de espera se empezó a poner fría, pero igual me
resistí a entrar de nuevo en esa pocilga y tener que tragarme otro café, por
llamarlo de alguna manera. Se sucede el paso de gente de todo tipo, pocos de
ellos con pinta de haber participado de los cortes de Acoyte y Rivadavia contra
el gobierno de Cris. Pasan muchas viejas tirando a pobretonas, grupetes de
pibes chorros, un ciego al que nadie ayuda, algún traba. Pero la
señora bien no pasa por ahí. Se ve que Acoyte no es Caballito, y José María
Moreno sí. Todo termina en Rivadavia y yo no soy del barrio. Con todo lo que
luché.
A las 17 hs no sé si llamar a Paula, a Kicillof, o al Hombre Araña. Decido
no mandarla al frente y le doy unos minutos más. Teorizo que debo hacer algún
movimiento para que el destino la haga llegar. Por Ley de Murphy, me digo, en
cuanto me mueva aparece. Y efectivamente: empiezo a cruzar hacia un kiosko para
comprar algo, e inmediatamente suena el celular. Es Paula, que no pasó por la
esquina pero está en la puerta del supermercado.
El equipo de profesionales que la acompañaban a Paula eran dos. O sea que
pese a la espera, el tercero no apareció, y su reemplazo tampoco. Uno de los
mili-controladores era un niño de 16 años con el peinado de Lamela. El otro era
un tartamudo sin señas particulares. Los dos llevaban la pechera bajo sus
respectivas camperas, lo que las tornaba un poco ineficaces. Con esta armada
Brancaleone decidimos entrar al supermercado.
Si bien ese supermercado es deslucido por fuera, es inmundo por dentro.
Una luz tenue y amarillenta recorre el local, y se va apagando a medida que nos
situamos en los confines gondolares, allí donde descansan los restos de las
harinas, de los arroces y de las polentas. Las repisas están mugrientas, los
productos ni siquiera sacados de sus cajas originales, y está lleno de productos con marca propia, cuyas características distintivas son tener un diseño austero, un
color mórbido y un envase grotesco, a un precio que refleja cabalmente estas
propiedades. Por suerte, hay solo tres pasillos, lo que da cierta sensación de
alivio si uno quiere encontrar rápido la salida en caso de sentir la
comprensible necesidad de salir a oxigenarse.
La ratonera, como era de esperar, no tenía absolutamente nada. Pese a la
buena onda, el joven y el tartamudo (a quien no le quise preguntar nada a
riesgo de no terminar el trabajo en el día), no encontraron casi ningún
producto del formulario, aun los más comunes, y tampoco los reemplazos. No es
que había góndolas vacías, sino que esto no era un supermercado. Es más, estoy convencido
de que no era un local habilitado para operar.
En el ínterim, nos cruzamos con un par de curiosos que preguntaron con
buena onda qué hacíamos. La más osada fue una señora, que paró al muchachito de
16 años y le espetó: “por qué no muestran la pechera si son de la Cámpora? Yo
no oculto lo que soy.” Sin saber qué es lo que no oculta la señora, ensayo un
“hace frío” como para que siga su camino y evitar así una respuesta
descontrolada del pibe, pero la dama estaba dispuesta a hacer valer su
posición. El pibe dice que si se quisiera esconder no estaría ahí. Bien, pensé. Ojalá esto termine acá y quedamos fenómeno. Pero no. Enseguida
la señorona le preguntó al nene si tenía la preparación para mirar precios, qué
estudios tenía y todo eso. Interesante reflexión: ¿dónde te enseñan a mirar
precios? Reproduzco el diálogo que siguió:
- Estoy en quinto año del secundario.
- Con 16 años?
- Sí, en la provincia es distinto, nos recibimos antes.
- ¿Y te preparan en la escuela para hacer esto?
- Claro, tengo una materia que se llama “Política”.
- ¿Política de qué?
- Política.. - duda – se llama así.
- Ah, y decime ¿qué es la política? – provoca la señora.
- La política es acción – Respuesta militante. Me sorprende la decisión del
pibe.
- Bueno, no…- la respuesta tan tajante la descoloca.
- Política viene de los griegos, no es solo el Gobierno – tira la vieja,
dejando en claro que su problema no es la preparación técnica del nene, sino su
odio medular a Cris.
- Sí, de “polis” – manda el borrego. Goleada histórica. Después de todo quizás
sí podemos hacer la revolución con estos pibes…
Después del mini-incidente, el pibe sigue con su trabajo. Lo ayudo un poco
pero se da maña. Se apura, pero como igual no hay nada, no se equivoca. El
tarta parece ir bien, pero no le pregunto. La chica, que tuvo que hacer lo de
ella y lo del que faltó, la tiene clara y todo se encamina rápidamente. Pese a
la tardanza, a las 18,15 estamos listos. Reviso un poco los formularios y solo
faltaba la harina, que tampoco estaba. Tachamos y afuera.
Salimos del súper y era de noche. Me despido de mis compañeros. Me reconforta
un poco saber que nunca voy a tener comprar en esa catacumba, donde compran
unos viejos que dicen vivir en Caballito, pero que en realidad no, no son de
ese barrio.
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