
La
bocina es uno de esos artefactos que perduran pese a la evolución humana. Lo
que el apéndice es para el funcionamiento del cuerpo humano, es la bocina para
el funcionamiento del tránsito: no sirve para nada bueno, y solo trae
problemas.
Un poco de historia
En una
época, el ser humano no se diferenciaba demasiado de las bestias, de esas
especies irracionales y absurdas que prosperan poblacionalmente en base a la
tozudez y el deterioro de otras especies o del medioambiente. Aquella brutalidad
humana requería, para funcionar mejor, de la bocina. Era la mejor forma
que encontraron los humanos estudiosos (en aquella época, también bárbaros de
baja estofa) para organizar el tránsito y sus inconveniencias.
En esos
años, se creía firmemente en la teoría psicológica de que la solución a algunos problemas era el
castigo, específicamente el auditivo. Si un carro o un transeúnte cometía un
error o improperio, se le dosificaba una buena cuota de ruido, con tres
objetivos principales. El primero era hacerle saber de su error e incentivarlo
a no cometerlo de nuevo. El segundo era promover la penalidad represiva que
compensara con dolor el mal inflingido. El tercero era señalizar a la sociedad
que los usuarios del tránsito no nos quedaríamos pasivos ante quien acomete
contra una norma o exhibe una distracción: una inflexibilidad semejante le
esperaba a todo aquel que hiciera lo mismo.
Hegemonía teórica y política
Con el
paso del tiempo, los propósitos enmendadores del bocinazo fueron puestos en
duda por gente muy extraña que empezó a considerar en sus teorías que la
sociabilidad era una virtud para la convivencia de la especie. Estos académicos
sostenían que, si bien el ruido molestaba al conductor en falta, también
fastidiaba a todo aquel que estuviera en un radio cercano al incidente.
Estas
externalidades negativas pusieron en duda la utilidad del tormento auditivo,
pero el nuevo paradigma teórico no solo no logró derrotar a la hegemonía
bocinesca, sino que sufrió un decisivo revés al verificarse que las empresas
productoras de rodados dotaban a los mismos de bocinas cada vez más sonoras,
incluso con melodías mortificantes.
Las
políticas tampoco tomaron en cuenta los nuevos hallazgos teóricos, respondiendo
siempre al vetusto paradigma de sonoridad máxima y castigo punitivo. Solo
recientemente se promulgó una ley que prohibía el uso de la bocina, pero su
enforcement era muy poco factible. En la práctica, nunca jamás se ofició una
multa por su uso indebido.
Situación actual y posibles soluciones
En el
presente, pese al florecimiento humano en casi todos los otros frentes de la
vida, la bocina sigue siendo un instrumento medieval de tortura perfectamente
reconocido por todos, pero cuyos efectos carecen de toda perspectiva de solución práctica
aun para las mentes mejor preparadas del mundo. Desde este humilde blog, por lo
tanto, proponemos algunas ideas luego de larguísimas reflexiones y el
desarrollo de complejísimos modelos topológico-deductivos.
Prohibir
que los autos cuenten con bocina. Un poco extremo, pero bastante natural. Los
autos no cuentan con bombas de hidrógeno ni con armas químicas, que podrían ser
muy útiles para casos de emergencia. No tener bocina tendría costos eventuales
similares, pero muchos beneficios sistemáticos a cambio.
Bajar
el volumen de la bocina. Si solo se necesita llamar la atención, una bocina
menos aguda podría proveer los mismos servicios que la actual, que se asemeja más bien a la de un
tren o un barco.
Tener dos bocinas, una fuerte y una débil. Si el argumento es que hay situaciones límite donde se necesita ser contundente (por ejemplo, la inminente caída de un meteorito en la ruta), dejemos la bocina, pero tengamos dos, para usar la débil en casos de no urgencia, que son el 99,99999999% de los casos.
Addenda: bocina y racionalidad
Hemos
dicho que la bocina podía constituir la señalización del castigo privado a
otros privados que infringen una norma determinada. Pero trabajos empíricos
posteriores lograron establecer una fortísima correlación entre quienes tocan
bocina y la cantidad de sesgos cognitivos que afligen a estas personas. En
particular, se ha detectado que quienes tocan bocina suelen ser los agentes con
menor racionalidad en el mundo. Un ejemplo demuestra este resultado.
Es
viernes a las 6 de la tarde. Todo el mundo sale de su trabajo, termina la
semana, se viene el finde y los que tienen auto salen ansiosos. El tránsito es
un caos y todos están nerviosos y cansados. Aquí es donde surge espontáneamente el bobo-economicus con sus bocinazos, convencido de que una buena
dosis de tu tu tu hará desaparecer mágicamente el problema del tráfico y lo llevará cómoda
y velozmente a casita.
La
irracionalidad, por supuesto, pide un nudge, ese pequeño empujoncito
para estimular al no racional a tomar mejores decisiones. Pincharle las cuatro
gomas al bocinador serial es un excelente ejemplo de nudge. Pisarle el auto con
un elefante, sería otro muy efectivo. Prohibirle el voto, mientras tanto, sería
ideal porque nos ahorraríamos las externalidades negativas de sus pésimas
decisiones en otros ámbitos.
Quizás
algún día la canción de Pipo Pescador sea el único recuerdo que nos quede de ese pasado cavernícola basado en el paradigma de las bocinas.
Mientras tanto, seguiremos luchando por una sociedad un poquito, solo un
poquito, menos estúpida.
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