La revolución tecnológica viene
haciendo anuncios cada vez más espectaculares, con promesas de cambios
drásticos para la vida humana en general y para la organización económica en
particular. La inteligencia artificial, hasta hace poco parte de la ciencia ficción
y el entretenimiento, es una realidad palpable.
La mayoría de la humanidad, sin
embargo, no tiene registro de estos avances, o bien los mira asombrada a través
de los medios y las redes sociales. En la práctica, solo unas pocas firmas y un
puñado de familias tienen acceso al uso de los avances de última generación.
Aun así, es de esperar que poco a poco lo que nos parecía inalcanzable empiece
a formar parte de nuestras vidas, aunque seguramente de forma diferente de la
que predicen los gurúes. Todavía los hogares no adoptaron robots para el
mantenimiento de la vivienda, pero las aspiradoras inteligentes están
disponibles en el mercado. No vivimos inmersos en un mundo virtual separado de
la realidad, pero por unos cientos de dólares es posible adquirir máscaras que
nos sumergen por un rato en mundos digitales alternativos. La tecnología,
podemos decir, está y estará cada vez más. Es difícil pensar en una reversión
de esta tendencia, aun cuando los decisores de política se dejen impresionar
por las historias apocalípticas de un pasaje demasiado rápido hacia el futuro.
En esta dinámica que acelera el
pulso, los dilemas de la economía parecen seguir tan presentes como siempre.
Los avances tecnológicos no son exclusivamente el resultado de shocks exógenos,
sino que muchos de ellos están contenidos en decisiones específicas de las
firmas, de los individuos y del gobierno. Las empresas ponen en funcionamiento
su usina de ideas incentivados por objetivos de rentabilidad. Los trabajadores,
en un ámbito de interacción productiva, casi inevitablemente realizan aportes
directos e indirectos a la innovación que mejoran su productividad. Los Estados
suelen ocuparse de financiar investigación básica de alto riesgo y elevada rentabilidad
social, y de establecer las pautas que regulan el equilibrio entre la
diseminación de las tecnologías y los estímulos a la generación de nuevos
conocimientos. La tecnología parece simplemente suceder gracias a la propia
lógica de la organización productiva de las economías capitalistas con
intervención gubernamental.
Son raros los casos en que la
organización económica predominante rechaza los cambios, y se cuentan a
montones las historias de ajuste de la economía a las novedades tecnológicas.
No hace falta recorrer la variedad de empleos y labores que la tecnología ha
barrido del mapa (al menos en países desarrollados) desde el comienzo de la
revolución industrial. El brusco traspaso del empleo a la industria primero y a
los servicios después es testigo de esta dinámica. Luego de milenios sin
cambios de magnitud, en muy poco tiempo la economía mundial mostró una
transformación profunda e inesperada. Del mismo modo, los nuevos desarrollos involucran
desafíos mayúsculos.
Incertidumbre
fundamental
Las tendencias asociadas a la
innovación han sido exageradas en más de una oportunidad. El mismísimo John
Maynard Keynes, asistiendo a un proceso de rápida mejora en los estándares de
vida en Europa (justo antes de la crisis del ’30), pronosticó que en el nuevo
siglo estaríamos trabajando apenas 15 horas semanales. Aun cuando el tipo de
esfuerzo requerido es hoy muy diferente al de 100 años atrás (más intelectual
que físico), en la actualidad el país desarrollado que menos horas semanales
trabaja, que es Alemania (sí, Alemania), ocupa casi el doble de tiempo de lo
predicho por Keynes. Más aun, la trayectoria descendente en el sudor de la
frente que observaba el inglés se encuentra estancada desde los años 70s.
Aun cuando los avances
tecnológicos del pasado podían ser previsibles porque expresaban la mera
mecanización de las tareas, las predicciones demasiado sombrías o demasiado
optimistas de los impactos de las tecnologías sobre la economía no se han visto
confirmadas. Con estos antecedentes, menos aun deberíamos dejarnos llevar por
los pronósticos acerca de las tecnologías modernas de alta sofisticación. En
parte, la razón es la “incertidumbre fundamental” que las nuevas tecnologías
traen aparejadas. En su último libro Homo
Deus, Yuval Harari sostiene que las innovaciones que presenciamos son
capaces incluso de transformar nuestro modo de pensar y de sentir, lo que vuelve
imposible la tarea de ponernos en el lugar de nuestro yo futuro para entender
los impactos de la tecnología sobre nuestras vidas.
La tecnología, en todo caso, no
parecen afectar aun a los grandes agregados de la economía. Como hecho
estilizado básico, y pese a la aceleración cambio técnico, la productividad
mundial ha desacelerado claramente desde los años 70s. Luego de un transitorio rebote
en la década 1995-2005, en los países desarrollados este indicador ha vuelto a
reducirse los últimos diez años, esta vez a valores todavía más reducidos. Al
parecer, los efectos de las nuevas tecnologías, o bien no son adecuadamente
registrados en las cuentas nacionales, o no han logrado compensar los problemas
macroeconómicos que asedian a la economía global en los últimos años.
En un horizonte de tiempo algo
menor, hay dos consecuencias económicas de la automatización que es posible
identificar con algun grado de certeza. Una refiere a los efectos sobre el
empleo, y otra sobre la desigualdad, tanto a nivel de distribución funcional
como entre países. Normalmente se asocia el cambio técnico con la pérdida de
empleos de baja calidad. Los progresos de la mecanización traen a la mente el
reemplazo de tareas simples y de baja calificación. La historia de moda es la
de los vehículos autoconducidos, que dejarían sin trabajo a millones de
taxistas, incluso a los de Uber. Sin embargo, esta dista de ser una ley
universal, y en muchos casos la tecnología afecta también a los empleos de elevada
calidad. Las protestas de los luditas en la Inglaterra de principios del siglo
XIX fue promovida por trabajadores que estaban en lo alto de la pirámide
salarial, con entrenamiento específico y alta destreza laboral. Modernamente,
los diagnósticos automatizados de salud pueden amenazar la estabilidad y los
salarios de médicos calificados. El efecto neto, sin embargo, parece acabar
perjudicando a los trabajadores menos educados. En Estados Unidos, por ejemplo,
es posible que la tecnología haya tenido que ver con el incremento de la
relación entre los ingresos de los educados y los no tan educados de 1,1 en 1975
a 1,7 en 2015.
Esta dinámica del empleo seguramente
contribuyó a la segunda cuestión de interés: la creciente desigualdad del
ingreso, observada especialmente en los países desarrollados. Estados Unidos es
el caso emblemático, con la explosión de beneficios recibidos por el top 1% de
la distribución, pero el fenómeno se extiende, aunque más moderadamente, al
Reino Unido, a Alemania, y también a Canadá.
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